Hemos visto antes el proceso para pasar un texto literario a páginas de cómic. Pero, ¿cómo enfocarlo si son lenguajes totalmente distintos. En principio es una tarea difícil, al tratarse de lenguajes distintos, siendo el cómic un lenguaje mayoritariamente visual. Y en el caso de la novela "Ciudad de cristal", más difícil aún, pues es una novela en la que prima sobre todo el valor de las palabras y su significado.
En palabras de Paul Karasik, así se enfrentó a este problema:
"Al principio de muchos films de Hitchcock, inmediatamente se deja saber al espectador dónde tiene lugar la historia. Es el viejo truco del narrador de situar a su audiencia. Este libro empieza con el teléfono sonando y Quinn saliendo de la cama a contestar. La idea era hacer un viaje desde el dormitorio hacia el teléfono lleno de información sobre el decorado. En términos de realidad física eso mostraba el apartamento de Quinn: hay una ventana, una estantería de libros, el fantasma de una foto en la pared. Y con cada objeto también podíamos enterarnos de quién era Quinn (e incluso el tipo de juegos que el libro plantearía luego) a través de la combinación de texto e imagen. Hay una ventana, una huella digital en la viñeta como un signo de identidad, pero en realidad no es una huella digital, es un laberinto. Hay una estantería de libros escritos por Quinn, pero bajo una identidad diferente. Hay un fantasma de una foto en el muro, un recuerdo de una identidad pasada que resurge y desaparece. Es bastante denso."
Os dejo la secuencia inicial del cómic y de la novela, para que podáis comparar las diferencias. Se trata de un fragmento bastante largo condensado en 5 páginas de cómic. Id a por palomitas y difrutad:
Ciudad de Cristal, de Paul Auster. (Fragmento inicial).
Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres
veces en mitad
de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que
no era él. Mucho más tarde,
cuando pudo pensar en las cosas que le sucedieron, llegaría
a la conclusión de que nada
era real excepto el azar. Pero eso fue mucho más tarde. Al
principio, no había más que
el suceso y sus consecuencias. Si hubiera podido ser
diferente o si todo estaba
predeterminado desde que la primera palabra salió de la boca
del desconocido, no es la
cuestión. La cuestión es la historia misma, y si significa
algo o no significa nada no es
la historia quien ha de decirlo.
En cuanto a Quinn, no es preciso que nos detengamos mucho.
Quién era, de
dónde venía y qué hacía tienen poca importancia. Sabemos,
por ejemplo, que tenía
treinta y cinco años. Sabemos que había estado casado, que
había sido padre y que tanto
su esposa como su hijo habían muerto. También sabemos que
escribía libros. Para ser
exactos, sabemos que escribía novelas de misterio. Escribía
estas obras con el nombre
de William Wilson y las producía a razón de una al año
aproximadamente, lo cual le
proporcionaba suficiente dinero para vivir modestamente en
un pequeño apartamento en
Nueva York. Como no dedicaba más de cinco o seis meses a una
novela, el resto del
año estaba libre para hacer lo que quisiera. Leía muchos
libros, miraba cuadros, iba al
cine. En verano veía los partidos de béisbol en la
televisión; en invierno iba a la ópera.
Más que ninguna otra cosa, sin embargo, le gustaba caminar.
Casi todos los días, con
lluvia o con sol, con frío o con calor, salía de su
apartamento para caminar por la
ciudad, sin dirigirse a ningún lugar concreto, sino
simplemente a donde le llevaran sus
piernas.
Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables
pasos, y
por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer
sus barrios y calles,
siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no
sólo en la ciudad, sino
también dentro de sí mismo. Cada vez que daba un paseo se
sentía como si se dejara a sí
mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles,
reduciéndose a un ojo que ve,
lograba escapar a la obligación de pensar. Y eso, más que
nada, le daba cierta de paz, un
saludable vacío interior. El mundo estaba fuera de él, a su alrededor,
delante de él, y la
velocidad a la que cambiaba le hacía imposible fijar su
atención en ninguna cosa por
mucho tiempo. El movimiento era lo esencial, el acto de
poner un pie delante del otro y
permitirse seguir el rumbo de su propio cuerpo. Mientras
vagaba sin propósito, todos
los lugares se volvían iguales y daba igual dónde estuviese.
En sus mejores paseos
conseguía sentir que no estaba en ningún sitio. Y esto, en
última instancia, era lo único
que pedía a las cosas: no estar en ningún sitio. Nueva York
era el ningún sitio que había
construido a su alrededor y se daba cuenta de que no tenía
la menor intención de dejarlo
nunca más.
En el pasado Quinn había sido más ambicioso. De joven había
publicado varios
libros de poesía, había escrito obras de teatro y ensayos
críticos y había trabajado en
varias traducciones largas. Pero bruscamente había
renunciado a todo eso. Una parte de
él había muerto, dijo a sus amigos, y no quería que volviera
a aparecérsele. Fue
entonces cuando adoptó el nombre de William Wilson. Quinn ya
no era la parte de él
capaz de escribir libros, y aunque en muchos sentidos Quinn
continuaba existiendo, ya
no existía para nadie más que para él.
Había seguido escribiendo porque era lo único que se sentía
capaz de hacer. Las
novelas de misterio le parecieron una solución razonable. Le
costaba poco inventar las
intrincadas historias que requerían y escribía bien, a
menudo a pesar de sí mismo, como
sin hacer ningún esfuerzo. Dado que no se consideraba autor
de lo que escribía,
tampoco se sentía responsable de ello, y por lo tanto no
estaba obligado a defenderlo en
su corazón. William Wilson, después de todo, era una
invención, y aunque había nacido
dentro del propio Quinn, ahora llevaba una vida
independiente. Quinn le trataba con
deferencia, a veces incluso con admiración, pero nunca llegó
al punto de creer que él y
William Wilson fueran el mismo hombre. Por esta razón no
asomaba por detrás de la
máscara de su seudónimo. Tenía un agente, pero nunca le
veía. Sus contactos se
limitaban al correo, y con ese propósito Quinn había
alquilado un apartado en la oficina
de correos. Lo mismo ocurría con el editor, que le pagaba
todos sus honorarios y
derechos a través del agente. Ningún libro de William Wilson
incluía una fotografía del
autor o una nota biográfica. William Wilson no aparecía en
ninguna guía de escritores,
no concedía entrevistas y todas las cartas que recibía las
contestaba la secretaria de su
agente. Que Quinn supiera, nadie conocía su secreto. Al
principio, cuando sus amigos
se enteraron de que había dejado de escribir, le preguntaban
de qué pensaba vivir. Él les
contestaba a todos lo mismo: que había heredado un fondo
fiduciario de su esposa. Pero
la verdad era que su esposa nunca había tenido dinero. Y la
verdad era que él ya no
tenía amigos.
Hacía ya más de cinco años. Ya no pensaba mucho en su hijo y
recientemente
había quitado la fotografía de su mujer de la pared. De vez
en cuando, sentía de repente
lo mismo que cuando tenía al niño de tres años en sus
brazos, pero eso no era
exactamente pensar, ni siquiera era recordar. Era una
sensación física, una impronta que
el pasado había dejado en su cuerpo y sobre la cual él ya no
tenía control. Estos
momentos se producían cada vez con menos frecuencia y en
general parecía que las
cosas habían empezado a cambiar para él. Ya no deseaba estar
muerto. Al mismo
tiempo, no se puede decir que se alegrara de estar vivo.
Pero por lo menos no le
molestaba. Estaba vivo, y la persistencia de este hecho
había empezado poco a poco a
fascinarle, como si hubiera conseguido sobrevivirse, como si
en cierto modo estuviera
viviendo una vida póstuma. Ya no dormía con la lámpara
encendida y desde hacía
muchos meses no recordaba ninguno de sus sueños.
Era de noche. Quinn estaba tumbado en la cama fumando un
cigarrillo y
escuchando el repiqueteo de la lluvia en la ventana. Se
preguntó cuándo dejaría de
llover y si por la mañana le apetecería dar un paseo largo o
corto. Un ejemplar de los
Viajes de Marco Polo yacía abierto boca abajo en la
almohada, a su lado. Desde que
había terminado la última novela de William Wilson dos
semanas antes había estado
haciendo el vago. Su detective narrador, Max Work, había
resuelto una serie de
complicados crímenes, había sufrido un buen número de
palizas y había escapado por
un pelo varias veces, y Quinn se sentía algo agotado por sus
esfuerzos. A lo largo de los
años Work se había hecho íntimo de Quinn. Mientras William
Wilson seguía siendo una
figura abstracta, Work había ido cobrando vida. En la triada
de personajes en que Quinn
se había convertido, Wilson actuaba como una especie de
ventrílocuo, el propio Quinn
era el muñeco y Work la voz animada que daba sentido a la
empresa. Aunque Wilson
fuera una ilusión, justificaba las vidas de los otros dos.
Aunque Wilson no existiera, era
el puente que le permitía a Quinn pasar de si mismo a Work.
Y, poco a poco, Work se
había convertido en una presencia en la vida de Quinn, su
hermano interior, su
camarada en la soledad.
Quinn cogió el libro de Marco Polo y empezó a leer de nuevo
la primera página.
“Pondremos por escrito lo que vimos tal y como lo vimos, lo
que oímos tal y como lo
oímos, de modo que nuestro libro pueda ser una crónica
exacta, libre de cualquier clase
de invención. Y todos los que lean este libro o lo oigan puedan
hacerlo con plena
confianza, porque no contiene nada más que la verdad.” Justo
cuando Quinn estaba
empezando a reflexionar sobre el significado de las frases,
a dar vueltas en la cabeza a
su tajante firmeza, sonó el teléfono. Mucho más tarde,
cuando pudo reconstruir los
sucesos de aquella noche, recordaría que miró el reloj, vio
que eran más de las doce y se
preguntó por qué alguien le llamaría a esas horas. Pensó que
lo más probable era que
fuesen malas noticias. Se levantó de la cama, fue desnudo
hasta el teléfono y cogió el
auricular al segundo timbrazo.
-¿Sí?
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